Leocadio Ccaccya
Enciso
Alberto Flores Galindo
Muchos vociferan ser los descendientes
de los chancas, otros tantos se jactan y enorgullecen del Tahuantinsuyo, pero
¿qué de los chankas conservamos aún?
Pomacocha junto a las comunidades
vecinas son algunos de los pueblos que como consecuencia de su lejanía pervivió
aislada y por ende conservó casi intacta su cultura y tradición de sus antepasados, vale decir, el
olvido del Estado oficial paradójicamente hizo que a estos pueblos no penetrara
la cultura occidental en forma avasalladora. Hasta los años 90 el proceso de
aculturación era mínimo. Decimos que esto fue, hoy con el avance de la
tecnología en cuanto a la comunicación y la indiferencia de muchos de sus
descendientes parece que solo quedan recuerdos.
Kawsay,: maíz, papa, quinua, pukllana purutu. |
A mí, en Pomacocha, me enseñaron lo
que Valcárcel1 escribía sobre la vida económica del Tawantinsuyo,
que “La tierra en la tradición regnícola, es la madre común: de sus entrañas no
solo salen los frutos alimenticios, sino el hombre mismo. La tierra depara todo
los bienes.” En consonancia con esa idea Mariátegui2, en sus siete ensayos,
afirma que “El indio ha desposado la tierra. Siente que ‘la vida viene de la
tierra’ y vuelve a la tierra.”
No obstante de la sistemática dominación e imposición
de la cultura occidental durante cinco siglos, esta manera de ver e interpretar
el mundo se mantuvo hasta hace algunos años atrás.
No vamos a referirnos aquí de los apus, ni de los wamanis que Alan García3 cree que debiera derrotarse
porque son fórmulas primitivas de religiosidad, dice que es volver al animismo
primitivo, pero cuando de sacar provecho político se trata brinda una bebida
con los apus; consideramos que estas creencias
en un ser sobrenatural son tan igual como lo tuvo y lo tiene cualquier otra
civilización, tenemos como ejemplo la religión católica.
Lo que interesa de nuestros
antepasados y que nos da un sello de identidad es su legado más preciado: su
cultura y tradición. Uno de ellos es el conocimiento adquirido a través de la experiencia
en la relación hombre naturaleza sobre la conservación de la diversidad
biológica y la utilización sostenible de sus componentes, vale decir, la
conservación de la naturaleza orientada a garantizar el beneficio y la
existencia de las presentes y futuras generaciones de la humanidad.
Uno de los componentes de aquello era
impregnar al ser humano la concepción de que los frutos alimenticios son
sinónimos de vida, para ser más precisos, hacer saber a cada hombre que los
frutos alimenticios son la vida misma. De allí, no es casual que en quechua kawsay significa vida, del mismo modo, a
los frutos alimenticios también se denomina kawsay.
Papa nativa orgánica. |
Esta manera de ver e interpretar la
naturaleza como un elemento consustancial a la existencia del ser humano hizo que
nosotros concibamos a los frutos alimenticios obtenidos de la naturaleza como
si tuviesen vida, nos enseñó a tratar como a la vida misma, por ende a
cuidarlo, a conservarlo, a no desperdiciar.
Estos conocimientos no estaban en
libro alguno, no era una mera teoría que había que aprenderse de paporreta,
eran los adultos que nos enseñaban con el ejemplo y en la práctica.
Una de estas prácticas de equiparar a
los frutos alimenticios con la vida misma era creer que el fruto comestible
lloraba o sufría, aunque solo se trate de un solo grano, cuando se hacía caer o
era abandonado en la chacra, en el camino, en la casa o en cualquier otro
lugar, había que recogerlo y llevarlo para destinarlo a la finalidad para lo
cual existía. Nuestros mayores nos conminaban a recoger el fruto abandonado
como si tratase de un ser con sentimientos. No se trata de discutir si el fruto
llora o no llora, si sufre o no sufre, aquello es obvio.
En esencia, la finalidad útil y
practica de esta creencia es el no desperdiciar la riqueza y dar la utilidad
que le corresponde, por más abundancia que hubiese, había la necesidad de prever
el futuro, por cuanto en nuestra cosmovisión se considera que cada fruto
obtenido de la tierra significa una disminución de la fecundidad de la tierra,
por tanto, abandonar o desperdiciar el fruto significaba desperdiciar la tierra
en desmedro de las futuras generaciones; ligada a ello estaba el valor solidaridad,
por cuanto en este esquema no cabía el individualismo a ultranza y por ende
había que tener presente la necesidad de la sociedad en general, un fruto
abandonado podía hacer falta en otro lugar.
Choclo orgánico de Pomacocha. |
Una práctica asociada y complementaria
a la anterior es la especial importancia prestada a todo el proceso para la
obtención de los frutos de la naturaleza, lo cual se realizaba con un cuidado
especial en cuanto a la preservación de la tierra y los frutos obtenidos de
ella. La siembra se realizaba con un ritual donde el maíz (uno de los frutos de
mayor consideración) y la tierra era tratada como si fuese una divinidad, los
granos de maíz debidamente seleccionados en wayqas
(pequeños bolsos de tela de oveja o alpaca) tenían que ser colocados a un extremo de la chacra, en una zona
designada para estas ceremonias y el descanso, para luego colocarle pequeñas ramas
de molle como flores, hecho esto se hacía la pagapa4 a la
tierra y luego la tinka5
con el pitu6 servido en el
wambar7 Terminado esta
ceremonia, entre harawis8,
se procedía al sembrado. Este ritual de aparente insignificancia e
intrascendencia, considerado en estos tiempos como un tribalismo primitivo,
cumplía la eficaz función de concientizar lo de la importancia de la naturaleza
para el hombre y su consecuente preservación para la pervivencia de la
sociedad. Bajo esta concepción, por ejemplo, el maíz cosechado (mis abuelos y
luego mis padres cosechaban solo de Willcabamba hasta 80 cargas de llama) debía
trasladarse, repito debía, en llamas porque, a decir de mi abuela, el maíz
viajaría cantando, en cambio, si se trasladaba en caballos o mulas el maíz iría
llorando por lo tosco del caminar de los equinos, las llamas lo llevarían con
delicadeza, sus patas como si fuesen almohadillas amortiguarían los abruptos y accidentados
caminos. Estas ceremonias, junto a las otras creencias, que reiteradas veces
presencié de niño me dejaron una huella profunda sobre lo que significa la
naturaleza.
Achita o kiwicha, en el valle de Lipanqa de Pomacocha. |
Trasladada toda la cosecha a la casa,
se procedía a seleccionar los frutos de manera tal que se daba la utilidad
debida de acuerdo con su calidad y su vida útil, se seleccionaba y guardaba la
semilla para el sembrío siguiente, se separaba los de mejor calidad para
almacenar y utilizar de acuerdo con la necesidad durante todo el año, a los que
estaban levemente dañados había darle un pronto uso, los que ya no eran
considerados de provecho para los humanos se destinaba para el consumo de los
animales. No podía desperdiciarse, ni menos se podía hacer pudrir, sin
exagerar, era casi un sacrilegio para mis abuelos hacer pudrir o botar el
kawsay, era como atentar contra la vida misma.
Todo ello, es una manera de ver y
concebir el valor de la naturaleza, de entender que el kawsay es vida y que cualquier conducta humana en perjuicio
del kawsay es cometer un acto atentatorio a la vida misma en desmedro de la
supervivencia de la especie humana; esto no lo leí en ningún libro, no me
enseñaron en la escuela, es un legado de nuestros antepasados transmitidos de
generación en generación, sean de los chankas o de los incas.
Reiteramos, lo sustancial no es el
ritual ni la creencia, lo esencial es la eficacia del método para poner en
práctica el conocimiento adquirido a través de la experiencia sobre la
conservación de la diversidad biológica y la utilización sostenible de sus
componentes en beneficio de las presentes y futuras generaciones.
Quinua, uno de los alimentos más preciados de origen andino. |
Pues bien, ¿qué cabida tiene esta
manera de ver e interpretar el mundo en la aldea global, con el conocimiento y
la técnica del siglo XXI? Sucede que, en una sociedad consumista, propiciada
por el liberalismo económico donde el fin supremo del hombre es la acumulación
de la riqueza, hay un inminente peligro de un desastre ecológico para el
planeta, precisamente por la desmedida e irresponsable extracción de materia
prima. El liberalismo a ultranza no entiende del uso sostenible, el libre
mercado no sabe de la solidaridad; en esta sociedad lo que importa es el dinero
y la suntuosidad, se prefiere que los frutos se pudran en lugar de paliar la
desnutrición, el que tiene dinero arroja a la basura los frutos sabiendo que
hay hambruna, aquí en el Perú en los supermercados los panes del día no
vendidos hay que arrojar a la basura cuando muchos ni pan tienen, etc., etc.
En suma, el kawsay en la manera de ver e interpretar el mundo actual, es una mercancía;
claro, también para nosotros ahora es una mercancía, hoy abrazamos esta otra forma de
entender el mundo, no sé si los chancas o los incas estarían
de acuerdo o aceptarían lo orgulloso que somos de ellos.
Lo mismo sucede con el idioma, con sus
tradiciones, su cultura, de casi todo nos hemos desprendido, entonces ¿de qué orgullo hablamos?
No se trata pues, como diría Alberto
Flores Galindo9, de alcanzar la modernidad y el progreso a costa del
mundo tradicional, dice él, que “el desafío consiste en imaginar un modelo de
desarrollo que no implique la postergación del campo y la ruina de los
campesinos y que, por el contrario, permita conservar la pluralidad cultural
del país.”
CITAS:
1.
VALCÁRCEL VIZCARRA, Luis Eduardo; citado por
José Carlos Mariátegui en “Siete Ensayos
de la Realidad Peruana”, Editora Amauta, 56° edición; Lima. Pág. 54.
2.
MARIÁTEGUI LA CHIRA, José Carlos; en Op. Citada,
Pág. 47.
4.
En Pomacocha, pagapa es la ceremonia ritual a la
tierra por el cual se da como ofrenda coca, incienso, grasa de llama, tabaco;
todo ello se entierra en el lugar destinado para tal fin.
5.
Tinka es el ritual por el cual la persona con
alguna bebida se dirige a los apus para pedir una buena producción.
6.
Pitu es una mezcla de chicha de jora con granos
tostados de maíz finamente molidos.
7.
Wambar es una especie de vaso hecho de cuerno
para beber chicha o el pitu.
8.
Harawi, en Pomacocha, es el canto, con voz muy
aguda, que interpretaban las mujeres en la siembra del maíz. Que yo sepa sólo
queda una pomacochana que sabe el harawi.
9.
FLORES GALINDO, Alberto; “Buscando un Inca: Identidad y Utopía en los Andes”, Instituto de
Apoyo Agrario, 1987; Lima. Pág. 364.